Hace unos días, en una fugaz visita al Museo del Prado, puede ver El Jardin de las Delicias, la obra maestra de El Bosco. Sobra enumerar aquí todas las bondades de esta obra y su autor, pero quisiera comentar lo que a mí más me ha llamado la atención al verla con mis propios ojos. Puede sonar frívolo ante semejante avalancha de genialidad visionaria, pero lo que más ha tocado en esta visión directa ha sido su colorido.
Me explico: popularmente, la fama de El Bosco se debe en gran medida a su condición de paisajista del Infierno, de cartógrafo de pesadillas tardomedievales; y en El Jardín de las Delicias solo podemos ver esa faceta en una de las tablas laterales. El resto, sobre todo el panel principal (el “jardín” propiamente dicho) es puro delirio pop en vibrantes tonos pastel. Ninguna reproducción de las que circulan por Internet (como el fragmento que encabeza el post, por ejemplo) puede hacer justicia a su luminoso y cuasi-naif cromatismo. Dejando a un lado la desbordante imaginación que la obra supura por cada centímetro cuadrado, me parece asombroso que un señor nacido hace 500 años haya plasmado sobre una tabla semejante frenesí de carne, luz y color.
Eso me lleva a no creer en absoluto la explicación “oficial” acerca del sentido del tríptico. Se habla de una intención irónica-moralizante (“la lujuria nos hizo perder el Paraíso y nos llevará al Infierno”), pero resulta difícil de tragar que alguien con esa idea en la cabeza deposite semejante pasión creativa en representar el objeto de su denuncia. Es cierto que Hieronymus Bosch nos mostró el Infierno como pocos han hecho hasta nuestros días, pero esas composiciones lujuriosas en gran formato, presentadas en en colores tan contra-natura a la vez que tan agradables a la vista… como que al final del medievo, más que moralizar, feromonizaban el ambiente.