Nada menos que 17 años ha estado Cages, de Dave McKean, acumulando polvo en mi estantería. Creo que se trata del tebeo más caro que he comprado en mi vida: 8500 pesetas del año 98. Estaba yo de aquellas sumido en un proceso de “gafapastización” típico de universitario novato, y ese tochal era algo que había que tener, el Santo Grial de los que entendían de cómic. En cuanto pude lo compré, leí las primeras páginas y ahí se quedó, olvidado tras el orgasmo cultureta-consumista de saberte dueño de semejante artefacto de poder. Según pasaba el tiempo, fui anti-idealizando la obra como el típico producto ultra-pretencioso fruto de una época en la que los tebeos debían demostrar su adultez y su finura cultural a toda costa. Estos días se me ha dado por rescatarla, y he de admitir que la cosa no ha sido tan terrible como mi cabeza la pintaba.
Quizá el mayor lastre de Cages sea su ambicioso catálogo temático: Dios, las creencias, la creación, los artistas, el arte… conceptos muy trillados en la esfera de la “alta cultura”, que hay que manejar con cuidado para no caer en lugares comunes y discursos simplistas/pretenciosos. Es evidente que en este ámbito McKean no da la talla, sin embargo, dónde sale muy airoso es en el aspecto formal de la obra. Podemos apreciar a un autor capaz de despojarse de su habitual virtuosismo pictórico para generar una narración muy fluida, que entra como la seda independientemente de si interesa lo que se está contando.
En ese sentido, Cages, además de bastante buena es altamente profética, auténtico molde adelantado a su tiempo de lo que hoy se conoce como “novela gráfica”. Comenzó a editarse en formato comic book a principios de los 90 de la mano de Tundra, editorial fundada por Kevin Eastman donde el ilustre co-creador de las Tortugas Ninja invirtió parte de su fortuna por puro amor al arte. McKean dispuso de absoluta libertad creativa y editorial para desarrollar su obra: sin plazos, sin una longitud prefijada para cada capítulo, sin dar explicaciones a nadie sobre lo que estaba haciendo… y aprovechó ese espacio libre para desarrollar un tipo de narrativa pocas veces vista en occidente hasta el momento, esa que una vez adoptada por el mainstream norteamericano fue bautizada como “decompressed storytelling”. Mucho antes que Craig Thompson, Dash Shaw o Bastien Vivés, McKean ya estaba creando una historia autoconclusiva, libre de corsés de género, extensa en páginas pero de lectura fluida, y con (literalmente) mucho espacio para la experimentación formal.
La narración se desarrolla mayoritariamente en una cuadrícula de 9 viñetas, con dibujo a tinta y en bitono. Cuando McKean lo cree conveniente, rompe ese esquema para ofrecernos exuberantes segmentos compuestos mediante las técnicas que le convirtieron una estrella del diseño y la ilustración en los 90: collage, manipulación fotográfica, uso de materiales poco comunes… Lo cierto es que el tiempo no ha tratado demasiado bien a su estilo, víctima de una revolución digital que produjo herramientas para hacer las mismas cosas más rápido y más bonito. Con todo, esos segmentos retienen cierto encanto primitivista, una serie de raras imperfecciones que les proporcionan un inusitado atractivo, como los efectos visuales cinematográficos previos a la era CGI.
La verdad es que le he perdido completamente la pista a McKean. Sé que siguió trabajando con Neil Gaiman, y la obra suya más reciente que he consumido ha sido su (horroroso) debut en el largometraje, Mirrormask. He de admitir que la lectura de Cages me ha quitado el mal sabor de boca; intentaré ponerme un poco al día con las andanzas de este “artista multidisciplinar” en los últimos diez años, a ver que sale…
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