Blockbuster Dementia: “Transformers 2”, “2012”

No se ustedes, pero yo de pequeño era un fanático de los blockbusters. Me pirraba por las escenas llenas de efectos especiales, y cuando revisionaba alguna de estas superproducciones de mi colección de VHSs, lo común era hacer uso del botón de avance rápido para ir directo al grano.  Así me hice consciente del concepto de “presupuesto”: los efectos especiales eran escasos porque eran caros. Supe que nunca podría hacerse una película de estas en la que las extensas escenas de relleno quedasen reducidas a la mínima expresión y todo fuese espectáculo. Me equivocaba.

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El sueño de la (sin)razón produce monstruos. En efecto, este año han salido dos películas que subliman esa fantasía infantil de “espectáculo puro”: la segunda parte de “Transformers” y la “desastrosa” “2012”. Desde un punto de vista adulto, la cosa da escalofríos a la vez que resulta fascinante. Primero porque da la impresión de que se  ha dejado en manos de chavales de 10 años las riendas de producciones de 200 millones de dólares, y segundo, porque la cosa funcionó de maravilla a nivel económico.

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Ya conocíamos la vena patriótica de Michael Bay de sus anteriores películas (donde nunca faltan barras y estrellas), pero lo de “Transformers 2” se lleva la palma. El ejército es tan protagonista como los robots gigantes, y el señor Bay no se priva en “obsequiarnos” con largos y triunfales planos de la maquinaria de guerra: portaaviones, cazas, helicópteros, hunvees… se ven tan bonitos que entran ganas de alistarse para conducirlos. El guión tiene exactamente la misma funcionalidad que en una peli porno, una burda excusa para enlazar las escenas de acción. Y vaya si hay acción, tanta que aburre.

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En cuanto a “2012”, parece que Roland Emmerich se ha tomado muy en serio la famosa profecía maya, y en vista a la posibilidad de que ésta sea su última película, ha decidido destruir en ella toda ciudad y monumento importante que le faltaba.  Aludiendo al espíritu lúdico (y cruel) infantil, la peli es el equivalente caro a construir un enorme castillo de arena para luego destruirlo violentamente a patadas. Puro primitivismo surgido de las profundidades del “id” freudiano. Impagable la escena de la plaza de San Pedro en el Vaticano, llena hasta los topes de desesperados fieles rezando, a los que se le viene encima la cúpula de la catedral. No hay piedad.

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En resumen, estas dos películas suponen un zeitgeistico  broche de oro a la década que acaba, en la que si algo ha quedado realmente claro es que el concepto de madurez es cosa del pasado y que el mundo está ahora en manos de una generación de niños grandes (para bien o para mal).