No es que haya hecho demasiadas escapadas al extranjero, pero cada vez que me planteo elegir un destino vacacional tengo una regla eliminatoria básica: evitar esos paraísos turísticos donde los visitantes viven en el lujo (muy asequible para sus bolsillos) y los autóctonos en la miseria. Semejante situación genera un ecosistema de relaciones de poder/dependencia/interés entre ambos grupos de personas del que me resultaría muy desagradable formar parte.
Cuando comento esto en público, son más los que están en desacuerdo conmigo que los que me apoyan. Dicha tendencia es extrapolable a la totalidad. A la vista está el éxito de ciertos destinos (Caribe, Sudeste Asiático, Costa Africana) comercializados en paquetes vacacionales que ofrecen un lujo desproporcionado respecto a su precio. Por algo será, pero la abstracción manda. Aprovecha una buena oferta, disfruta y no preguntes. Hakuna matata. Pues bien, a partir de ahora, a los que no comprendan/compartan mi punto de vista les recomendaré encarecidamente “Paradies: Liebe” (“Paraíso: Amor” en español), la última peli de Ulrich Seidl.
El film, primera y única parte estrenada hasta el momento de una trilogía conceptual, cuenta las aventuras de Teresa, una señora austríaca entrada en años (y en carnes) que se va de vacaciones a Kenya en busca de relax, sol, playa… y un negro que le dé “mandanga de la buena”. Quien conozca la obra previa de Seidl, ya intuirá con lo que se puede encontrar a lo largo del metraje: imágenes muy en crudo de lo que se está narrando, auténtica cara B de lo que muestran los folletos de las agencias de viajes y las fotos que la gente cuelga en Facebook. Resorts dotados de barreras y seguridad privada, y masas de gente local apelotonada ante esas barreras, esperando vender lo que sea a los turistas que salgan a dar un paseo. Turistas con una alta capacidad de autoengaño y lugareños dispuestos a aprovecharse de ello sin reparar en degradación propia.
En definitiva, Seidl expone con perturbador verismo las consecuencias del choque entre individuos de opuestos status económicos. El resultado: la cosificación mutua. Ambos acaban convertidos en objetos, eso sí, cada uno con su funcionalidad y su modo de uso. Al final todos salimos perdiendo.
Tráiler:
Comentarios recientes