Tenía muchas ganas de hincarle el diente a una novela de John Ajvide Lindqvist, siempre y cuando no se tratase de “Déjame entrar”. A través de la ambigüedad y la capacidad de sugerencia de la peli, se ha formado en mi cerebro una versión de la historia que no quiero ver modificada por la explicitud del texto, que seguro describirá los sentimientos y motivaciones de los protagonistas “desde dentro”, perdiéndose así esa magia propia de cine puro elaborada por Tomas Alfredson. Le ha tocado entonces a “Puerto Humano”, editada recientemente por Espasa (con un pésimo diseño de portada, he de decir) y, quizá por su condición de novela sueca, colocada bien a la vista en las estanterías y mesas de novedades de toda librería o gran superficie.
En lo argumental, la novela no trae demasiadas novedades. La historia bebe a partes iguales de Lovecraft (amenaza primigenia) y de Stephen King (pasado juvenil compartido que repercute en el presente), si acaso la nota original, o mejor dicho exótica, estaría en el contexto: La imaginaria isla de Domarö, “ubicada” en la franja exterior del archipiélago de Estocolmo, zona que se ha convertido desde hace unas décadas en destino favorito de vacaciones para los habitantes de la capital sueca, siendo costumbre entre la clase acomodada el establecer su segunda vivienda en una de las miles de islas que lo componen. Lindqvist, cuyo padre fue pescador y murió en el mar, plantea hasta cierto punto la novela como un homenaje a su progenitor: el mar se presenta como una entidad todopoderosa, insondable y administradora de la vida y la muerte. Por otra parte, las tiranteces entre los nativos isleños y los urbanitas “invasores” constituyen uno de los ejes principales de la historia.
Pero el centro absoluto del relato no está en el mar y los pescadores, sino en un padre que destrozado psicológicamente por la desaparición de su hija, vuelve dos años después al lugar en el que la perdió con (dementes) esperanzas de recuperarla. Es en la parte emocional del asunto en la que el autor pone toda la carne en el asador. El dolor de Anders por la pérdida de Maja se presenta sobre el papel con todo su potencial terrorífico y devastador. Liindqvist se aleja de los miedos fantásticos para hurgar en los miedos cotidianos, esos apuntes de terror profundo que emergen del inconsciente apenas unas milésimas de segundo para ser enterrados y olvidados rápidamente por nuestro yo consciente para seguir viviendo (y durmiendo) tranquilos. Un buen ejemplo sería el fragmento que transcribo a continuación:
Todo empezó como una broma. A Maja le daban mucho miedo los cisnes. No los cisnes del mar, lo cual quizá habría sido natural. Incluso Anders les tenía respeto. No, Maja tenía miedo de que entrara algún cisne por la puerta o por la ventana cuando se acostaba o estaba a punto de quedarse dormida.
Como Maja siempre se alegraba al ver el muñeco de los helados – significaba la posibilidad de tomar un helado-, Anders intentó hacer una broma para quitarle el miedo y le dijo:
-Los cisnes no son peligrosos, no tienes que tener miedo de ellos. No son más peligrosos que… el muñeco de los helados. Y tú no estás asustada pensando que el muñeco de GB vaya a entra aquí ¿a que no?
Maja siguió teniendo miedo de los cisnes, pero le empezó a dar aún más miedo el muñeco de los helados. A ella nunca se le había ocurrido pensar que el muñeco de GB pudiera esconderse debajo de su cama o colarse por el resquicio de la puerta con aquella sonrisa pegada a la cara. Anders llegó a arrepentirse de haberle dicho aquello. A partir de esa noche tuvo siempre que abrir la ventana del dormitorio de Maja y asegurarse de que el muñeco no andaba por allí afuera. La cama era muy baja, evidentemente no podía caber un león allí abajo. Pero el muñeco de los helados, plano como era, cabía.
Y el muñeco de los helados aparecía por todas partes. Estaba en el mar cuando ella se iba a dar un baño, se escondía en las sombras. Él era la encarnación de todos los miedos.
En definitiva, “Puerto Humano” no descubre la pólvora en el (explotadísimo) género de terror, pero su tremenda intensidad emocional, en conjunto con la sensación opresiva que transmite respecto al mar inducen a una lectura absorbente en la que sus elementos más convencionales y/o inverosímiles casi siempre pasan desapercibidos.
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