Mi primer contacto con la obra (y filosofías) de Alejandro Jodorowsky fue a través de “El Incal”, la mitiquísima serie que cocreó con el no menos mítico Moebius. Como todo dios, flipé con el dibujo, pero caro me costó leerlo por culpa de su carácter empalagosamente mesiánico y New Age.
En cuanto a Juan Giménez, siempre me encantaron sus universos de ciencia ficción. Conseguí reunir todos sus álbumes editados por Toutain, pero tampoco en este caso las historias estaban en general a la altura de semejante excelencia gráfica.
Pero cuando estos dos autores cruzaron sus caminos, dieron a luz una obra excepcional en todos los sentidos, “La Casta de los Metabarones”. En ella, Jodorowsky deja de lado su vena “iluminada” para abordar un asunto mucho más terrenal, pero no por ello menos épico: La familia. El chileno concibe el árbol genealógico como un mapa de la mente del individuo, de él heredamos no solo los genes, sino que también una serie de rasgos psicológicos, muchas veces adquiridos de manera inconsciente que condicionan nuestra forma de ser más allá de lo que en principio podemos imaginar, hasta tal punto que ciertos problemas y complejos “enterrados” en el fondo de la conciencia pueden transmitirse de generación en generación, aún cuando el portador original de la “tara” haya dejado de existir.
Jodorowsky nos intenta explicar todo esto como mejor sabe, llevándolo al terreno del mito. Así, en los 8 capítulos que forman la serie nos cuenta la historia de cuatro generaciones de super-gerreros galácticos, donde el adjetivo “épico” se queda corto. A través de la estirpe fundada por Othon (el tatarabuelo) descubrimos como llegó a ser quien es el Metabaron (ya visto en “El Incal”), el guerrero más poderoso de la galaxia, que ha tomado la firme decisión de no engendrar jamás un descendiente: Complejos de Edipo, mutilaciones iniciáticas, psicodramas shakesperianos, cirugías cibernéticas, monjas-puta, universos en desintegración, partos imposibles… En esta serie no hay restricciones para lo mítico y lo épico. La capacidad fabuladora de Jodo es tal que cada vez que terminaba de leer un tomo quedaba mordiéndome las uñas con sus imposibles “continuará…” y maldiciendo la espera por el siguiente capítulo.
En la parte gráfica, Giménez por fin ponía su poderío visual al servicio de una historia digna de su trazo. Él solito funda todo un universo lleno de exóticas culturas, tecnología y extrañas especies alienígenas, sin titubear a la hora de poner en imágenes las alucinadas escenas de los guiones. Una mención especial merecen las portadas, cada una con el retrato del miembro de la familia al que se dedica el tomo, en un evidente homenaje a Rembrandt.
Un grandísimo tebeo que a todos recomiendo en esta época regalera, más teniendo en cuenta que Mondadori puso en circulación desde hace un tiempo un recopilatorio con toda la serie, en tamaño reducido y sin las cubiertas originales eso si, pero dando la posibilidad de leer la absorbente gesta metabarónica de un tirón.
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